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Un año después

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Ayer, 8 de diciembre, hace exactamente un año, durante mi (entonces) habitual participación semanal en un programa de televisión de la Universidad Autónoma de Querétaro, el conductor del programa me preguntó que, dado el que ese día habían ya comenzado las inoculaciones “COVID-19” en Inglaterra con el producto desarrollado por Pfizer/BioNTech y acababa de ser autorizado por emergencia este producto en los Estados Unidos, si yo me vacunaría.

Respondí (como es mi derecho y el de todos) a esa pregunta personal con una respuesta personal: “No”. En realidad, pude haber respondido que no tenía por qué contestar, dado que es una decisión personal de índole médico y, por lo tanto, privado, pero creí que una respuesta sincera estaría bien. Por otro lado, expliqué el porqué de mi negativa, incluyendo el hecho de que yo ya me había infectado, contaba con buenos niveles de anticuerpos y estudios realizados con el primer virus SARS demostraron que las células de memoria ofrecen inmunidad contra este virus que dura hasta 11 años.

Por otro lado, tengo alergias severas y predisposición a respuestas inflamatorias desreguladas (incluyendo eventos post-vacunales), por lo que no sería recomendable exponerme sin necesidad a un producto que aún no contaba con un tiempo razonable de investigación en materia de seguridad y que, por otro lado, se sabe que sus componentes (el ARNm y los nanolípidos que contiene) pueden tener efectos pro-inflamatorios severos y anafilácticos, respectivamente.

Dije, además, que antes de esta autorización nunca habían sido aprobadas vacunas basadas en ARNm para uso humano. Finalmente, hablé acerca de la diferencia entre la eficacia expresada como diferencia de riesgo relativo, y que había que tomar en cuenta también la diferencia de riesgo absoluto si queríamos saber qué tanto beneficio ofrecían estos productos.

Además de mi experiencia personal que no requiere de sustento científico al ser, justamente, experiencia personal, los argumentos que presenté en ese momento contaban con sustento científico de publicaciones. Confieso que en un despliegue de ingenuidad, no pensé que fuera a desatarse tal tormenta después de mi participación en el programa. Más bien pensaba que se abrirían mesas de diálogo, intercambio de visiones, discusiones académicas razonadas.

Nada de eso pasó. Sin saberlo en ese momento, mi respuesta abrió para mí un umbral a experiencias nunca antes vividas incluyendo el que colegas académicos le escribieran a la rectora de mi universidad pidiendo que me despidieran o, al menos, callaran (aclaro que agradezco la visión abierta y respetuosa de la Dra. García Gasca quien en aras de cumplir el lema de mi Universidad: «Educo en la verdad y en el honor» y con una defensa de la libre expresión que no tiene comparación). El que me enviaran correos intentando amedrentarme con demandas legales por poner en riesgo a la salud de la gente, o que me escribieran para culparme de ser asesina; que profesores e investigadores – muchos que conozco personalmente – escribieran en sus redes sociales que estaría bien cooperar entre varios para que me agarraran a patadas.

Ha sido duro darme cuenta de ese otro lado de la gente, el que saca a relucir sus sombras y que exhibe sus miedos o sus conflictos de intereses. Ha sido duro comprender que los científicos del siglo XXI pueden ser más dogmáticos que los religiosos del oscurantismo.

Definitivamente ha sido duro y triste, y he pasado por momentos de mucho duelo sobre esta ruptura de creencias, certezas y por la pérdida de la confianza en “las instituciones”, incluyendo la que constituye la vida académica.

Sin embargo, a un año de distancia y con más de 20 marcas distintas de inoculaciones contra SARS-CoV-2 autorizadas en el mundo, dada la cantidad de evidencia que se ha acumulado al respecto de su seguridad y efectividad, sé que el mensaje esencial de lo que dije está más vigente que nunca: están demostrando tener más efectos adversos asociados que las vacunas comunes y no están siendo efectivas para evitar la infección, reducir la carga viral ni para evitar la transmisión a otros.

De acuerdo a los datos oficiales de diversos países, queda en duda su efectividad para proteger de desarrollar COVID-19 severo. Incluso, de haber sido dos dosis, ahora estamos en tres y, de acuerdo al CEO de Pfizer, necesitaremos cuatro. En un año hemos pasado de 2 dosis para tener el 95% de eficacia contra COVID-19 a “son necesarias 4 dosis”. ¡Vaya producto eficaz!

Por otro lado, no existen estudios científicos que hayan evaluado la seguridad de largo plazo, la teratogenicidad, y los impactos reproductivos en humanos que reciben estos productos (ni qué decir de aquellos que reciban más de dos dosis). Tampoco se ha demostrado que la inmunidad desarrollada de forma natural en respuesta a una infección no es suficiente para evitar nuevas infecciones ni que se pierda en 3 meses, como parece ocurrir con estas inoculaciones.

No me da gusto haber tenido razón en lo que dije hace un año; si la evidencia – la observable día a día y la científica – mostraran otra cosa, entonces aceptaría que me equivoqué. De eso se trata el quehacer científico: de observar, cuestionar, poner a prueba hipótesis, y de interpretar objetivamente los resultados para comprender esa realidad observada.

A un año de distancia estoy más cansada y menos ingenua que antes. Pero también cuento con más evidencia científica que da solidez a lo que he discutido y presentado al respecto de este tema. Sigo intentando presentar la información con el fin de que cada persona se vuelva responsable de sus decisiones. He perdido amigos y he conocido a gente maravillosa con quien ahora comparto y construyo otras amistades.

“Cuánto gané, cuánto perdí” cantaría el buen Pablo Milanés. Nos guste o no, de eso trata la vida; perderemos, ganaremos y aprenderemos en un baile interminable. Quizás lo importante sea, al final de este viaje, ver hacia atrás y preguntarnos si aún nos reconocemos, si nos avergüenza o nos honra lo que vemos que hicimos durante nuestra vida.


* La autora es Doctora en Ecología Molecular por la Universidad de Cambridge y Profesora e Investigadora de Tiempo Completo en la Universidad Autónoma de Querétaro

Karina Acevedo Whitehouse

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