Pese a que el ritmo de vacunación se ha acelerado en América Latina durante las últimas semanas, casi siete meses después de la primera vacuna puesta en el continente su grado de inmunización poblacional aún es insuficiente: menos de uno de cada cinco entre sus habitantes disponen de la pauta completa, y la protección parcial que proporciona una sola dosis en los esquemas de doble vial (algo común a todas las empleadas en el mundo salvo la del laboratorio estadounidense Janssen) alcanza a menos de un tercio. La complejidad de mantener en el tiempo programas de vacunación a la vez ambiciosos y urgentes que necesitan de una doble dosificiación se hace evidente ahora más que nunca en una región caracterizada por la desigualdad de acceso y presencia de los servicios públicos.
Mientras, los proveedores no se mantienen todo lo constantes que desearían sus clientes. Gamaleya, el laboratorio ruso que produce la Sputnik V, ha estado incurriendo en retrasos desde enero: en Argentina, las remesas de componentes se aplazan y la producción a cargo de laboratorios locales apenas ha podido despegar;en Guatemala se plantean solicitar la devolución del importe íntegro que el país desembolsó para adquirir ocho millones de dosis, de las que no han recibido ni un 5%. La pasada semana, el secretario de Salud de Bogotá alertó de la falta de dosis de Pfizer para completar pautas ya iniciadas de vacunación, aunque esperaba recibirlas en breve. Antes, Sinovac había retrasado el despegue de la vacunación en mayo por entregas inesperadamente tardías en abril.
Los picos de contagio que no cesan (alimentados por variantes como Delta o Lambda, y otras mutaciones amenazan en el horizonte) plantean la duda de si no convendría hacer ajustes a la estrategia de vacunación de los países latinoamericanos. Este interrogante se desdobla a su vez en dos dilemas distintos: la decisión entre usar las dosis disponibles en proteger del todo a personas que ya tienen la primera o maximizar la cantidad de individuos que tienen al menos algo con lo que defenderse; y la posibilidad (aún incierta) de combinar vacunas de laboratorios distintos para la segunda dosificación conforme vayan llegando.
¿Priorizar primeras dosis, o completar pauta?
Argentina y Brasil multiplican respectivamente por 3 y por 1,5 la cantidad de personas con una sola dosis versus las que disponen de la pauta completada. Ambos están implementando una estrategia que prioriza la protección parcial. Lo mismo se intuye en los datos de Costa Rica, Bolivia y Ecuador. Por el contrario, la proporción de personas con ambas dosis sobre el total es mayor en Perú o Colombia. Estas diferencias pueden verse afectadas no sólo por decisiones explícitas de qué hacer con las dosis que van llegando, sino también con los plazos establecidos para las vacunas empleadas. AstraZeneca requiere doce semanas, mientras que Sinovac está en cuatro. Pfizer es tres o doce según el lugar, obedeciendo estas variaciones también, en parte, a decisiones de priorización. Colombia, por ejemplo, amplió a esos tres meses para el vial estadounidense-alemán hace poco, con la intención explícita de mejorar su efectividad y el efecto implícito de priorizar inmunizaciones parciales.
El Reino Unido fue país pionero en Occidente al implementar esta estrategia desde el primer momento. Lo hizo en una fase de difícil contagio, esperando que la protección parcial salvara más vidas que asegurar la total. Algunos modelos estadísticos publicados posteriormente avalan la estrategia, pero para que las cuentas salgan, esta protección parcial de primera dosis debe ser elevada. Una de estas estimaciones, publicada en el British Medical Journal, calibró reducciones de tasas de mortalidad considerables: una de cada diez vidas salvadas en comparación con una estrategia de completar cuanto antes segundas dosis. Pero la letra pequeña es crucial en estos cálculos: la ventaja de la estrategia desaparecía por completo cuando la efectividad de la vacuna se reducía al 70%.
Efectividades por encima del 70% para una sola dosis es algo que solo vimos claramente con las opciones basadas en mRNA (Pfizer, Moderna) y al principio de dichas mediciones: con las primeras olas de vacunación en EE UU e Israel. Datos recientes del Reino Unido recogiendo efectividad de Pfizer y AstraZeneca contra la variante delta, por ejemplo, dibujan un escenario de brecha considerable en la protección entre primera y segunda dosis contra la mutación: del 49% al 89% en la primera; del 35% al 79% en la segunda.
No conocemos el equivalente de estos valores para CoronaVac o Sputnik V, dos de las más empleadas en Argentina, Brasil y otros países del continente. Pero estos datos implican una modificación sustancial respecto a la efectividad de una sola dosis antes del advenimiento de delta, lo cual explica la prudencia que guía la reconsideración de algunos países, que hasta ahora seguían una priorización de primeras sobre segundas dosis, y hoy están reconsiderando su aproximación. En el Reino Unido, de hecho, está emergiendo la hipótesis (no comprobada) de si esta vacunación parcial no dio un incentivo de asentamiento a delta, en su intento por penetrar un muro inmunológico más asequible que el producido por la doble dosis.
Más que confirmar o desmentir dicha hipótesis, el ejercicio es útil para entender el dilema de política pública: aunque en un primer momento pueda parecer mejor proporcionar alguna protección a mucha gente que mucha a poca, no es inmediatamente obvio qué le deja más espacio al virus para que siga reproduciéndose.
¿Combinar vacunas?
Una posible salida a este dilema podría pasar por combinar vacunas siguiendo un criterio de disponibilidad. Este tipo de estrategia se consideró inicialmente en Europa después de descubrir los poco frecuentes casos de coágulos entre mujeres menores de 50 años con AstraZeneca. Es por ello que la mayoría de los datos que tenemos se refieren a esta vacuna, aunque ahora llama la atención entre países de América Latina por la flexibilidad que proporcionaría para lidiar con problemas de entregas, o incluso (y esto es, por ahora, apenas especulación informada) la posible complementariedad en refuerzo inmunológico, especialmente interesante ante el asentamiento de variantes más eficaces en el contagio.
La información recogida sobre combinatoria es positiva, pero preliminar. El estudio CombiVacS, realizado en mayo por investigadores del Instituto de Salud de la Universidad Carlos III de Madrid, mostró que la administración de una segunda dosis de Pfizer entre 8 y 12 semanas después de una primera de AstraZeneca producía una respuesta inmune significativa. Estudios similares surgieron en Alemania poco después: uno, entre personal sanitario de Berlín, comprobó que la respuesta inmune se producía y quizás era incluso algo mejor que la combinación de doble Pfizer con 3 semanas de plazo. Otro, en la Universidad de Saarland, observó que dicha reacción era mejor que con dos dosis de AstraZeneca, y al menos tan bueno como dos de Pfizer. A finales de junio, el estudio Com-COV del Reino Unido se unió al coro para agregar que la respuesta inmune era buena independientemente del orden de la combinación. En este mismo se encontró que quizás la combinación aumentaba la probabilidad de sufrir efectos secundarios leves: la fiebre, cansancio habituales después de cualquier vacuna, no sólo por covid, que indican activación del sistema inmune. Pero esto no es algo que preocupe particularmente a científicos ni a médicos.
Otros estudios avanzan: en Moscú están midiendo la combinación de Sputnik V con la de AstraZeneca; en Filipinas, ambas, Pfizer, Moderna, J&J y Covaxin combinadas con Coronavac (de Sinovac); en EE UU y el Reino Unido, los mismos equipos que ya publicaron resultados andan probando otras mezclas. Mientras, países tan significados en el proceso de vacunación mundial como Alemania, Francia, España, Italia, Canadá o el propio Reino Unido ya practican la combinatoria.
Este consenso, así presentado, puede parecer definitivo, pero hay que dimensionar e interpretar los estudios antes de convertirlos en política pública. Solo dos de ellos (el español y el británico) cumplen con los requisitos de ensayo clínico con grupo de control y otro de tratamiento para poder establecer diferencias causales entre regímenes de vacunación, no sólo observadas. Pero ni siquiera éstos se aplicó a más de unos cientos de personas, y únicamente para observar la reacción del sistema inmune. Es decir: esta evidencia es comparable a la obtenida en los estudios de fase dos que todas las vacunas aprobadas tuvieron que pasar, pero no a los de fase tres, los definitivos para comprobar eficacia de dicha reacción inmune en evitar contagios. Hasta ahora hemos observado que los mecanismos que queremos producir están activándose con estas combinaciones de vacunas, y que no hay efectos secundarios graves que se produzcan con frecuencia, pero no las hemos sometido a una prueba estricta contra el virus que implique a miles de personas, como sí hicimos con los regímenes de vacunación aprobados.
La cautela, una vez más, se vuelve a imponer ante un escenario incierto. Uno que la evidencia puede ayudar a iluminar, pero sin ofrecer una guía incontrovertible para la toma de decisiones. Esta semana, por ejemplo, un tribunal en la colombiana Cartagena de Indias revertía el retraso de 12 semanas impuesto por el gobierno colombiano para la segunda dosis de Pfizer entre nuevos vacunados, exigiendo a la entidad proveedora de salud correspondiente que vacunasen al demandante que exigía un cumplimiento de los tiempos originales de 21 días. En la sentencia se afirmaba que no existía “soporte científico” para la nueva política, empleando la ciencia como escudo sin grietas de la decisión judicial. Sin embargo, las múltiples evidencias muestran que tanto en plazos como en mezclas la ciencia es más una conversación que una serie de máximas establecidas, dificultando la intención de desplazarle responsabilidades que, constitucionalmente, corresponderían a los poderes públicos.