Elisa Xolalpa tenía 18 años cuando su pareja, de quien ahora está separada, la ató a un poste. Mientras luchaba por liberarse, su agresor le arrojó un químico que comenzó a carcomerle la piel. El líquido deshizo el nudo que la tenía inmovilizada y se echó a correr. Xolalpa interpuso una denuncia, pero en un país como México, esas actas quedan en nada. El sumario estuvo perdido casi dos décadas. Además, los jueces catalogaron sus heridas, que hasta hoy, 20 años después, siguen presentes en sus brazos, pecho y rostro, como “lesiones simples”. Su caso solo representa la punta del iceberg: la violencia ácida. Cansadas de ser revictimizadas por un sistema judicial inoperante —la impunidad llega al 98%— y por una sociedad misógina, 13 supervivientes han decidido unirse para buscar justicia y evitar que otras más sufran lo que ellas.
El día está radiante. Xolalpa, de blusa azul marino y vaqueros, recorre con una manguera para rociar de fertilizante a sus plantas. La chinampa —una balsa de tierra para cultivar, tradicional en la cultura prehispánica— está llena de colores vivos. Frente a ella hay una multitud de cempasúchil, flor anaranjada icónica en el Día de Muertos. Hasta hace no mucho, según cuenta, ella seguía cubriéndose el cuerpo. Y no para evitar que los rayos del sol le hiciesen daño a sus heridas, sino por el qué dirán. En su comunidad, en el pueblo originario de San Luis Tlaxialtemalco (Xochimilco, Ciudad de México), las miradas matan. Pero llegó el punto en donde ella no estuvo dispuesta a darle el gusto a su agresor, que la dejó marcada de por vida: “Ahora hasta me arreglo”, dice con una risa tierna mientras se toca su coleta.
Las constantes amenazas de la familia de su expareja, imputada por violencia intrafamiliar, pero no por tentativa de feminicidio, tampoco la detienen. Su lucha no es menor. En México, 26 mujeres han sido atacadas con ácido desde 2001. En total, hay 30 víctimas. La edad promedio oscila entre los 20 y los 30 años, y más de la mitad tenía o había tenido una relación sentimental con su agresor. Las cifras las ha recopilado la Fundación Carmen Sánchez. Según explica en el teléfono su cofundadora, Ximena Canseco, los datos los han reunido a partir de recortes de prensa y testimonios que han llegado a la asociación. No existe un registro oficial en la sanidad pública. Para la historiadora y activista, esos 30 ataques están lejos de la realidad: “Hay una cifra negra mucho más aterradora”.
El problema va mucho más allá de la falta de un registro oficial. Para que casos como el de Elisa Xolalpa puedan, al menos, iniciarse, las víctimas tienen que romper una barrera infranqueable de corrupción, deficiencias e inoperancias en el sistema judicial mexicano. Además, al momento en el que se inician los juicios —si es que llegan a comenzar— gran parte de los sumarios están catalogados como lesiones simples. En otras ocasiones se imputa al hombre solamente por violencia intrafamiliar. La homologación de las penas en todo el país, si es que no puede se puede acreditar un intento de feminicidio, y que los ataques con ácido se clasifiquen como delitos autónomos (es decir, que existan reglas claras para castigar a los agresores sin que quede a consideración del Ministerio Público) en los códigos penales de los 32 Estados y el federal es otra de las causas de las activistas.
Impunidad para los agresores
Carmen Sánchez, quien da nombre a la fundación que ayuda a 13 supervivientes, tuvo que superar dos golpes fuertes. El primero, el del ácido que le tiró su expareja mientras desayunaba con su madre y hermana en Ixtapaluca (40 kilómetros al sureste de Ciudad de México) en 2014. El segundo fue un mazazo de realidad. A pesar de que desde el primer minuto dijo que su atacante estaba en la norteña ciudad de Monterrey, el juez no movió ni un dedo. Canseco no contiene su ira cuando relata el proceso de Sánchez, quien ha pedido no hablar con este periódico. “Su agresor hasta sacó una licencia [carné] para conducir un taxi. No se puede decir que era un prófugo, porque nadie lo estaba buscando”, relata. La expareja de Sánchez fue detenida en mayo. Para sorpresa de pocos, se encontraba, justamente, en Monterrey.
No es nada raro que los atacantes paseen por las calles sin temor a ser detenidos. El sistema los respalda: de los 27 casos registrados por la Fundación Carmen Sánchez, solo hay una persona con sentencia firme. La mayoría sigue sin un proceso abierto. Las dificultades para que llegue la justicia continúan incluso si se les imputa. Esmeralda Millán fue agredida por su expareja, de quien apenas se había separado, en 2018. El ácido le dañó el esófago e hizo que perdiese la córnea derecha. Tiene que cubrirse sus cicatrices para que no le dé el sol ni el polvo.
Su atacante fue detenido a los pocos días de la agresión, pero desde entonces ha logrado suspender, de último minuto, las audiencias hasta ocho veces, la última hace menos de un mes. Pero no actuó solo. Tres hombres que lo ayudaron están prófugos. Millán cree que la deferencia de los jueces y fiscales hacia su exmarido es prueba de que en estos procesos, las cartas están marcadas: “Al final de cuentas le dan más derechos al agresor que a la víctima”. Millán, de 26 años, está desempleada y tiene dos hijos que acaban de volver al colegio. Ha tenido que someterse a 16 cirugías, todas costeadas por la Fundación. Después de cada una de ellas debe reposar un par de meses. Esto ha hecho que buscar trabajo se convierta en un calvario.
La parte económica es otra de las secuelas que deja la violencia ácida. Las víctimas deben recurrir a la buena voluntad de las asociaciones y cirujanas como Isela Méndez, que han tendido la mano para ayudarlas sin cobrar. La perita en psicología forense de la Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca, Adriana Reyes, pone el acento en el perfil económico de las atacadas, normalmente de clase obrera y que difícilmente pueden salir adelante cargando con las intervenciones quirúrgicas, los procesos legales y la emancipación de sus agresores: “Hay una situación de vulnerabilidad que se agrava en las víctimas con ingresos bajos”.
Desfeminizar a las víctimas
A María Elena Ríos, de 28 años, le cambiaron súbitamente la vida por 30.000 pesos (1.500 dólares). Un hombre la roció con ácido en su casa de Huajuapan de León (Oaxaca, en el sur de México) en 2019. El agresor, y un cómplice, actuaron bajo las órdenes del exdiputado del PRI, Juan Vera Carrizal, con quien la saxofonista había tenido una relación. Como suele ocurrir, la agresión machista fue fruto de la ruptura. Algo que Ríos no deja pasar: “Cualquier actitud de libertad que tengamos como mujeres es satanizada por la sociedad. No podemos tener una expresión libre o relaciones libres”.
Parte de la revictimización pasa por una sociedad tradicionalmente conservadora y que aún no entiende las luchas feministas. Antes de ser detenido en abril de 2020, el político dijo en una entrevista en la radio: “Si tienes un estilo de vida sano así te va, pero si tienes un estilo de vida fuera de lo normal vas a tener problemas”. El hijo de Vera sigue en búsqueda y captura. Ríos lo ha visto en la calle, sin poder hacer mucho: “Yo no soy la Fiscalía. Las instituciones están llenas de misóginos”.La intención al atacar con ácido es desfeminizar el cuerpo, hacer que no sea agradable para los ojos de otro hombreAdriana Reyes, perita
De acuerdo con los datos de la Fundación Carmen Sánchez, el 90% de los ataques tiene como objetivo el rostro. Para la perita Adriana Reyes, esto tiene un mensaje claro: “La intención es desfeminizar el cuerpo. Hacer que no sea agradable para los ojos de otro hombre. Y quitarle las características que, al menos en el imaginario social, son propias de la mujer”. Pese a todas las dificultades, Ríos no se arrepiente de haber dado el paso y enfrentarse al sistema. “Tienes de dos: enfrentarte a un proceso legal o esconderte en tu casa y vivir con ese tormento toda tu vida”, remacha la activista del otro lado del teléfono.
Elisa Xolalpa corta la entrevista para hablar de lo que la hace feliz: sus flores y sus hijos. Tuvo tres niñas con su nueva pareja. Da cátedra de floricultura y sonríe. “Siempre que me entrevistan termino hablándoles de mis flores”, dice risueña. Son las once de la mañana de un domingo, pero su jornada no llega ni a la mitad. Le gusta mantenerse activa. “Estos son cempasúchil, pero aún les falta crecer”, dice en cuclillas sobre la tierra húmeda. Su ángel de la guardia ha sido Teresa González, una antropóloga feminista que conoció a través de la Fundación y que ha logrado que en 2019 se imputara a su exmarido. Ahora ella también quiere ser la protectora de otras. “A veces me preguntaba si hice bien por denunciar. Ahora sé que puedo hacer algo para que esto no se repita más”.